sábado, 19 de enero de 2013

Corso e Inés se van a cenar

Me enteré de un concurso de Relatos en las 7 Puertas, así que cogí a Corso y a Inés (protagonistas de "la novela inconclusa") y me los lleve a  cenar. Aquí os dejo el resultado, aunque vista la lista de finalistas y en particular "7 Portes. 20,30h. Te espero" (mí relato favorito) tengo suficiente con haber pasado el primer corte.
Espero que os guste. (y disculpad los saltos de parágrafos ;)



Entre Barcelona y el mar

Estábamos cerca, muy cerca. Un coche calcinado y un robo lo confirmaban. Nos encontrábamos tan cerca como para saber que aún se nos escapaba alguna pieza clave.

      - Vamos a las 7 Puertas, necesito comer como Dios manda. Ese coche roñoso y yo éramos como hermanos.

Después de expulsar la primera calada de un arrugado Camel, giró sobre sus talones dirigiéndose a las 7 Puertas con pasos largos mientras el sonido de las sirenas se acercaba a aquella columna de humo.

Carlos escogió la mesa. Nos sentamos al fondo, con vistas al majestuoso piano de cola que coronaba la sala.

Por la familiaridad con la que le habló al camarero entendí que se trataba de un cliente habitual.

      - Parece ser que hoy se le han adelantado con la mesa, Señor Corso.
      - Sí – asintió mirando de soslayo la mesa opuesta a la nuestra.
      - Bueno, bueno… algo haremos para arreglar este disgusto. Le gustan las anchoas de La Escala a la señorita? – me preguntó el camarero con amabilidad.

Me sonrojé; la diferencia de edad entre Corso y yo era palpable, y aquel ‘señorita’ dejaba clara constancia de ello. Asentí, mientras sentía el calor del rubor en mis mejillas.

Una pequeña placa dorada pegada en la pared detrás de Corso indicaba, con pulcra letra inglesa, que en aquel lugar se había sentado Michael Douglas. En el mío las letras de Lolita brillaban con picardía y, aún conociendo a la cantante, el personaje de Nabokov vino a mi mente. Si Dios existe, tiene un sentido del humor francamente ácido.

Pedí un plato bajo la insistencia de Corso. Debía comer. Si no por mi salud, al menos para hacerle compañía. Mí mirada vagó por aquella preciosa sala. El calor del local y la mezcla de olores consiguieron infundir una cierta calma en mí espíritu.

Eran las doce de la noche cuando el camarero recogía sorprendido mí rebañado plato. Sonreí irguiéndome con orgullo en mi silla.
Antes de la llegada del primer plato Corso me había obligado a no hablar del caso. “Tienes potencial y eres una listilla” -me dijo con sorna- “confío en ti, pero con tanta presión en la olla es imposible cocinar”.

Ignoré la pésima metáfora y le hice caso; y para aquel momento en el que me ofrecían la carta de postres, deleitándome con la cálida atmósfera y el suelo bicolor, me sorprendí tranquila tras tres días de alta tensión.

Era martes y pasaban de la una. Delante nuestro, una mesa con dos parejas que parecían Italianas y que con sus modales lo confirmaban a los cuatro vientos; más al fondo, a su derecha, una mesa con ocho comensales, donde siete de ellos miraban con alegría y expectación a un señor de mediana edad cuyas gafas de montura plateada reflejaban la luz de las lámparas que decoraban el techo.

    - Es el dueño del restaurante, un hombre polifacético.
Y sin mediar más palabra se fue hacia su mesa, esquivando al grupo de italianos que se marchaban dejando tras de si un agradable silencio.

Observé a aquel señor hacer un ademán a Corso hacia el piano mientras asentía sonriente. Tornándose hacia mi con complicidad, lanzó un guiño al aire.

Corso se sentó en el piano con naturalidad y, ante mi asombro y la impasividad del resto de comensales, se puso a tocar una pieza de jazz, que no reconocí.

Al finalizar la pieza todos aplaudimos. El señor de gafas de montura plateada ocupó el lugar de Corso y tocó una pieza, también de jazz, tan alegre como caótica. Me quedé absorta con aquellos acordes, y ya no sé decir si tocó medio minuto o más de media hora.

Nos fuimos de allí pasadas las dos de la madrugada. Barcelona dormía a nuestro alrededor y la suerte parecía volver a estar de nuestro lado. Descubrí a Corso mirándome con la mirada de aquel que observa algo por primera vez, mientras se colgaba un cigarro entre los labios.

Le lancé una mirada entre divertida e interrogante.
    - Nada, estaba pensando que eres igual que el jazz que tanto te gusta: sensual e impredecible.

Y sin más encendió su cigarro y siguió caminando.

Me giré un instante para observar de nuevo aquellos portales y la majestuosa entrada de las 7 Puertas. Aquel habría de ser el único momento en el que íbamos a disfrutar el uno del otro sin más distracciones que la buena comida y el excelente jazz. Las 7 Puertas quedaba como único testigo de aquella noche.

O.T.C

PD. Mis agradecimientos a C.S y B.I, por sus revisiones ortográficas y de puntuación respectivamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario