Me enteré de un concurso de Relatos en las 7 Puertas, así que cogí a Corso y a Inés (protagonistas de "la novela inconclusa") y me los lleve a cenar. Aquí os dejo el resultado, aunque vista la lista de finalistas y en particular "7 Portes. 20,30h. Te espero" (mí relato favorito) tengo suficiente con haber pasado el primer corte.
Espero que os guste. (y disculpad los saltos de parágrafos ;)
Entre
Barcelona y el mar
Estábamos
cerca, muy cerca. Un coche calcinado y un robo lo confirmaban. Nos
encontrábamos tan cerca como para saber que aún se nos escapaba alguna pieza clave.
- Vamos a las 7 Puertas, necesito comer como Dios
manda. Ese coche roñoso y yo éramos como hermanos.
Después de
expulsar la primera calada de un arrugado Camel, giró sobre sus talones
dirigiéndose a las 7 Puertas con pasos largos mientras el sonido de las sirenas
se acercaba a aquella columna de humo.
Carlos
escogió la mesa. Nos sentamos al fondo, con vistas al majestuoso piano de cola
que coronaba la sala.
Por la familiaridad con la que le habló al
camarero entendí que se trataba de un cliente habitual.
- Parece ser que hoy se le han adelantado con la mesa,
Señor Corso.
- Sí – asintió mirando de soslayo la mesa opuesta a la
nuestra.
- Bueno, bueno… algo haremos para arreglar este
disgusto. Le gustan las anchoas de La Escala a la señorita? – me preguntó el
camarero con amabilidad.
Me sonrojé;
la diferencia de edad entre Corso y yo era palpable, y aquel ‘señorita’ dejaba
clara constancia de ello. Asentí, mientras sentía el calor del rubor en mis
mejillas.
Una pequeña
placa dorada pegada en la pared detrás de Corso indicaba, con pulcra letra inglesa,
que en aquel lugar se había sentado Michael Douglas. En el mío las letras de Lolita
brillaban con picardía y, aún conociendo a la cantante, el personaje de Nabokov
vino a mi mente. Si Dios existe, tiene un sentido del humor francamente ácido.
Pedí un
plato bajo la insistencia de Corso. Debía comer. Si no por mi salud, al menos
para hacerle compañía. Mí mirada
vagó por aquella preciosa sala. El calor del local y la mezcla de olores
consiguieron infundir una cierta calma en mí espíritu.
Eran las
doce de la noche cuando el camarero recogía sorprendido mí rebañado plato. Sonreí
irguiéndome con orgullo en mi silla.
Antes de la
llegada del primer plato Corso me había obligado a no hablar del caso. “Tienes
potencial y eres una listilla” -me dijo con sorna- “confío en ti, pero con
tanta presión en la olla es imposible cocinar”.
Ignoré la
pésima metáfora y le hice caso; y para aquel momento en el que me ofrecían la
carta de postres, deleitándome con la cálida atmósfera y el suelo bicolor, me
sorprendí tranquila tras tres días de alta tensión.
Era martes y
pasaban de la una. Delante nuestro, una mesa con dos parejas que parecían Italianas
y que con sus modales lo confirmaban a los cuatro vientos; más al fondo, a su
derecha, una mesa con ocho comensales, donde siete de ellos miraban con alegría
y expectación a un señor de mediana edad cuyas gafas de montura plateada
reflejaban la luz de las lámparas que decoraban el techo.
- Es el dueño del restaurante, un hombre polifacético.
Y sin mediar más palabra se fue hacia su mesa,
esquivando al grupo de italianos que se marchaban dejando tras de si un
agradable silencio.
Observé a aquel señor hacer un ademán a Corso hacia
el piano mientras asentía sonriente. Tornándose hacia mi con complicidad, lanzó
un guiño al aire.
Corso se
sentó en el piano con naturalidad y, ante mi asombro y la impasividad del resto
de comensales, se puso a tocar una pieza de jazz, que no reconocí.
Al finalizar
la pieza todos aplaudimos. El señor de gafas de montura plateada ocupó el lugar
de Corso y tocó una pieza, también de jazz, tan alegre como caótica. Me quedé
absorta con aquellos acordes, y ya no sé decir si tocó medio minuto o más de
media hora.
Nos fuimos
de allí pasadas las dos de la madrugada. Barcelona dormía a nuestro alrededor y
la suerte parecía volver a estar de nuestro lado. Descubrí a Corso mirándome
con la mirada de aquel que observa algo por primera vez, mientras se colgaba un
cigarro entre los labios.
Le lancé una mirada entre divertida e interrogante.
- Nada, estaba pensando que eres igual que el jazz que
tanto te gusta: sensual e impredecible.
Y sin más encendió su cigarro y siguió caminando.
Me giré un
instante para observar de nuevo aquellos portales y la majestuosa entrada de
las 7 Puertas. Aquel habría de ser el único momento en el que íbamos a
disfrutar el uno del otro sin más distracciones que la buena comida y el
excelente jazz. Las 7 Puertas quedaba como único testigo de aquella noche.
O.T.C
PD. Mis agradecimientos a C.S y B.I, por sus revisiones ortográficas y de puntuación respectivamente.
PD. Mis agradecimientos a C.S y B.I, por sus revisiones ortográficas y de puntuación respectivamente.
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